Fue uno de los principales rostros de los noticieros en los años 80 y buena parte de los 90. En paralelo, compraba y vendía dólares desde la mesa de dinero de prestigiosos bancos extranjeros, y luego se lanzó con una cadena de gimnasios y peluquerías. Siempre bronceado e impecable, la vida le sonreía a Eduardo Cruz-Johnson.
Pero su debacle comenzó en 2005, luego de pasar una semana en Capuchinos por un problema de cheques. Por razones que no revela públicamente —“cosas del corazón, nada más”— comenzó a perderlo todo: su adrenalínico trabajo como operador de divisas, sus peluquerías, gimnasios y finalmente su matrimonio.
Volvió a la casa de su madre en avenida Matta, le diagnosticaron diabetes e incluso llegó a calificar como “indigente”. Hasta hoy conserva el carné que en su minuto lo acreditó como tal, pero no quiere mostrarlo —lo exhibió en un programa del cable— para evitarle malos ratos a su hija Isidora, que cursa II medio.
“Fue un período muy triste, de mucha soledad, de abandono, indiferencia. Fueron muy pocos los que estuvieron a mi lado. ¿Qué se perdió la gente? La caída de un hombre común y corriente que era muy exitoso y que de repente, por esas cosas del destino, perdió las ganas de vivir por algo que no quiero ni voy a comentar jamás”, dice sentado en las oficinas de su nuevo empleo, la agencia de publicidad gráfica EFE, desde donde el “loco”, como le llamaban sus pares del mercado financiero, está intentando rearma su vida.
—¿Qué gatilló su caída?, ¿por qué no quiere contarlo?
—Porque no quiero herir a nadie. Es una cosa personal.
—¿Tuvo que ver con drogas?
—No, definitivamente.
—¿Las ha consumido?
—No, definitivamente.
—¿Entonces, cómo explica que desde su exitoso cargo bancario cayera hasta la indigencia?
—Fácil. Con dinero se puede comprar casi todo; el corazón, imposible. Algunos son más sensibles que otros y desgraciadamente soy de los primeros... Cosas del corazón, nada más.
—¿Hizo malos negocios?
—No. Fui perdiendo las ganas. Estaba encima de mis negocios, pero la cabeza estaba en otro lugar. Yo vendí las peluquerías a Roberto Palumbo. Hice buen negocio con unas, en otras me equivoqué en su valor. En ese período no quería saber nada de plata. Llegué a tener 6 o 7 casas y me las embargó el banco por deudas.
—¿Cómo contrajo esas deudas?
—Es una consecuencia de lo que pasó injustamente cuando estuve en Capuchinos. Una vez que salí, los bancos acreedores me llamaron y uno me dijo que no me querían más como su cliente. Ahí ya no había bancos, canal de TV, peluquería, no había nada. Salir en primera plana esposado en Capuchinos fue lo más grave que hicieron con mi vida.
Pero todo lo que me pasó y lo que me va a pasar es responsabilidad mía. Ahora voy a medir cada paso que dé, uno tiene que ser cuidadoso en la vida.
—¿Su carné de indigente tiene aún validez?
—Está vigente, pero ya no lo uso. Lo saqué en un momento en que había bajado mucho de peso, no sabía qué tenía, me sentía raro y necesitaba atención médica. Se lo endosaba todo a la pena, y no, era diabetes. No tenía trabajo y tenía que hacer algo. Cuando fui a solicitar el carné, no me creían, pero le dije a la presidenta de la junta de vecinos: “Ser indigente no significa ser pobre, significa no tener ingresos” y en ese momento no tenía ingresos. Estuve así casi dos años.
“Quiero una vida normal”
—¿Cómo aterrizó en el negocio de la publicidad gráfica?
—Cuando tenía las peluquerías, conocí a alguien que estaba en el rubro. Y cuando me quedé sin trabajo, empecé a buscar en lo que fuera. Llegué hace dos años, pedí una entrevista y me aceptaron. Como conocía gente en varias empresas por mi paso en bancos y TV, tenía contactos que me facilitaron mi tarea como vendedor. Acá encontré otra opción de vida y de trabajo interesante, empecé a contactar cuentas de algunas empresas importantes que me han permitido recibir comisiones.
—¿Ha recuperado su antiguo nivel de vida? ¿Aspira a eso?
—No, quiero una vida normal, simple, y tener ahorros para cualquier eventualidad, sobre todo pensando en mis hijos. Mi único propósito es asegurarles los estudios. Ahora arriendo un departamento en Apoquindo con Cuarto Centenario, lo que me permite estar más cerca de mis hijos —además de Isidora, tiene a Eduardo que es periodista e Ignacio, que acaba de terminar kinesiología—. Después de dejar la casa de mi madre, en Vicuña Mackenna con avenida Matta, me fui a Galvarino Gallardo con Antonio Varas, luego a Pedro de Valdivia con Providencia y ahora estoy en Las Condes. Las mismas 200 lucas que pago ahora de arriendo es lo que puede costar un arriendo en avenida Bustamante.
—¿Cómo se levantó?
—Gracias a mis hijos. Sagradamente, hace dos o tres años que todos los domingos nos juntamos. Sí o sí.
—¿Le reprocharon?
—Sí. En su momento me decían: “No queremos más peluquerías, te queremos a ti”. Ahora me miran con cara de “Te dijimos”.
—¿Echa de menos a la banca?
—Sí, pero ya no estoy para eso. Llevar riesgos a la casa es terrible.
—¿Y la televisión?
—Quizás me gustaría hacer un programa de conversación, donde se puedan compartir ideas y vivencias. En el estilo de un late show o de “Almorzando en el Trece”.
—¿Qué lección sacó de todo lo que ha vivido?
—Que la familia es un todo, no son piezas independientes. Yo creía que siempre tenía la razón, quería ser perfecto, y que todo se hiciera a mi pinta. Lo esencial en la vida es compartir, porque la perfección no existe.
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